
HABITACIÓN 808. (la alianza invisible)
En la planta octava del hospital, en la habitación 808, no hay discursos políticos ni tratados internacionales. No hay banderas ni himnos. Solo hay dos camas, dos enfermos y dos cuidadores. Y, sin embargo, ahí, en ese espacio reducido, late una alianza de civilizaciones más auténtica que cualquier proyecto bienintencionado pero abstracto.
El cubano y el español comparten más que una habitación: comparten la fragilidad. Uno tiene a su lado a una mujer española, quizás su esposa, que le ajusta la almohada con manos expertas en el amor sin fronteras. El otro, el español, es atendido por un saharaui, tal vez su yerno, que le acerca el agua con una paciencia heredada del desierto. No hacen falta presentaciones. El lenguaje aquí es otro: el del vaso que se sostiene ante labios secos, la sábana que se arregla sin necesidad de palabras, la mirada que dice “no estás solo”.
Y alrededor de ellos, sin ruido ni protagonismo, se mueven los verdaderos guardianes de esa alianza silenciosa: médicos, enfermeras, auxiliares y personal de limpieza. Con gestos precisos y voces que saben cuándo calmar o cuándo alentar, encarnan un humanismo sin alardes y una profesionalidad que no distingue entre acentos ni orígenes. Son ellos quienes sostienen, cada día, el tejido invisible de lo común: quienes ven al paciente antes que al pasaporte, quienes limpian el suelo como si fuera altar, quienes curan también con la mirada.
¿Qué es una alianza, sino esto? No la firman los políticos, ni la diseñan los think tanks. La tejen, día a día, los que se quedan cuando el cuerpo flaquea. Los que, sin preguntar de dónde vienes, te ayudan a caminar hasta el baño. Los que entienden que el dolor no tiene pasaporte.
Zapatero soñó, en una campaña electoral con su “Alianza de Civilizaciones”(seguramente pensando en obtener los favores del majzen. Y vaya que si los obtuvo), un puente entre mundos. Pero los puentes verdaderos no se construyen con discursos, sino con gestos mínimos y gigantes: la española que aprende a hacer el café como al cubano le gusta; el saharaui que recuerda al español que ya es hora de tomar la pastilla. Esa es la diplomacia de la humanidad: la que no necesita fotos protocolarias, porque su escenario es una habitación de hospital, y su tratado, el silencio cómplice entre quienes saben que, al final, todos somos cuidadores o cuidados.
Quizás la verdadera integración no esté en las grandes cumbres, sino en los pequeños espacios donde las vidas se cruzan y se sostienen, sin más bandera que la necesidad y más ideología que la compasión. En la 808, sin que nadie lo proclame, ya están construyendo ese mundo.
B.Lehdad.